Materiales nobles para un gran artista

Nota de Diego Fisher

La rama de una paraíso que un temporal de viento y lluvia arrancó e hizo rodar hasta depositarla en la puerta de la casa de una chacra de Santa Rosa, los restos de un bote de pescadores que ni su dueño sabe cuánto tiempo hace que fue a parar a su jardín, el remo de la misma embarcación que supo de sudestadas y tempestades en el Río de la Plata, piques de alambrados, la pata quebrada de una silla que formó parte del juego de comedor de una residencia , marcos de cuadros que el paso del tiempo resquebrajó; maderas duras como el quebracho o nobles como el roble; trozos de maderas elegantes que aún conservan su perfume natural como el cedro o cortezas de árboles más comunes pero de exquisita fragancia como el eucalipto y astillas, muchas astillas….

¿Qué destino le daría usted a esto? En el mejor de los casos alimentaría el fuego de un hogar o las crepitantes llamas de una parrilla. Seguramente ese hubiese sido el uso que cualquier persona haría de esos deshechos. Pero felizmente existen los artistas.
Una tarde de este último verano, en la que el sol se ocultaba detrás de un frondoso monte criollo tiñendo de naranja el horizonte, un hombre tomó una caja de herramientas de carpintero y en el galpón de su chacra comenzó a trabajar con pedazos de madera que se habían ido amontonando por todos lados y que él mismo había traído de muchas partes, a lo largo del tiempo. En una primera instancia, ni él mismo, sabía con claridad que surgiría. Hacía días que una idea le rondaba la cabeza pero- como en ocasiones anteriores – no lograba plasmarla.Tenía claro que no era una tela en blanco ni su paleta de colores y pinceles lo que necesitaba, aquello requería de manualidad. Una gubia y una escofina fueron los instrumentos que empleó para empezar a darle forma a esas maderas inertes. Aquella tarde hecha noche, ejecutaba con la destreza de sus manos lo que su mente y su alma le dictaban.

Transcurrieron las horas, muchas horas y cuando el sol comenzó a despuntar por el este, una biblioteca con libros de madera se desplegaba sobre la mesa de trabajo. Acababa de plasmar la idea que lo había tenido semanas ansioso e inquieto. Había nacido una obra de arte y solo un artista sabe cuánta felicidad genera en su autor y cómo ese mismo sentimiento se puede trasmitir y prolongar en quien contemplará luego el trabajo. Cansado se fue a dormir.

Recuperadas las fuerzas pasado el mediodía, volvió al galpón. Miró detenidamente durante unos minutos el trabajo concluido esa madrugada. Retocó algunos detalles, tomó un pincel y con pulso sereno y como acariciando cada uno de las partes de la obra la fue barnizando. Los libros comenzaron a tomar vida. Algunos se convirtieron en lujosos volúmenes de tapa de cuero marrón oscuro. Otros, se transformaron en ejemplares de una enciclopedia. Los de los estantes superiores pasaron a ser primeras ediciones de libros de poesía y lo de los inferiores, diccionarios. A los costados se ubicaron los más voluminosos, los de más páginas, a su lado se recostaron los de apariencia más endeble y en el medio renacieron apiladas las partituras de un gran músico.

El hombre no se dio por satisfecho y terminada la primera biblioteca, siguió construyendo y armando más. El método y la materia prima fueron las mismas: maderas acumuladas a lo largo del tiempo que -serrucho, cepillos, pinzas , tenazas y hasta una motosierra mediante- se convirtieron en bibliotecas cargadas de libros y partituras musicales. Durante dos semanas trabajó más de doce horas diarias construyendo collages de maderas de texturas y aspectos diferentes. Cuando hacía una pausa en la tarea, salía a recorrer el campo para recoger ramas. Julio, el casero de la chacra, al ver a su patrón tan entusiasmado y concentrado en su trabajo le aportaba materia prima que obtenía en las chacras linderas y en los caminos de tierra que abundan en la zona. Luego, en silencio, contemplaba asombrado como el palo de un alambrado destruido por la lluvia y la humedad, se transformaba en la parte fundamental de una obra de arte. Y hasta los parroquianos de la vecina localidad de Santa Rosa contribuyeron con el artista. Así es, en las visitas que este hacía al pueblo para comprar provisiones volvía con trozos de madera que los vecinos le daban a su pedido.

En menos de un mes, la casa principal y el galpón de la chacra se llenaron de bibliotecas de diversos tamaños. Estantes que guardan libros, partituras y hasta cartas. Tienen además el misterio y los secretos que toda biblioteca debe poseer; porque nada es tan personal como una colección de libros reunida a lo largo de una vida. Ella dice tanto o más que lo que su dueño pueda contarnos de sí mismo. ¿De qué autores son esos libros? ¿Qué narran? ¿Qué aventuras encierran? ¿Cuántas leyendas atesoran? ¿Qué historias de amor contienen? Todas, todas las que quien las contemple desee. Porque son obras de arte. Y es bien sabido que en cada obra de arte la interpretación y lo que se descubre en ella es personal e intransferible.

Tal vez usted lo adivinó. El artista, el creador de estos collages en madera, de estas bibliotecas en las que todos los sueños, las historias y las aventuras tienen cabida se llama Adolfo Sayago.